Lú caminó a casa adolorida, no
dejaba de sangrar, la gasa ya no controlaba la hemorragia interna que le había
provocado aquel hombre de la bata blanca. Él, haciéndose pasar por su amigo,
ganándose su confianza con promesas baratas de una mejor calidad de vida, la
incito a mutilarse a sí misma.
El procedimiento duraría 5
minutos, ella se acostaría en la camilla y el hombre de la bata blanca
extraería de su cuerpo aquello que la atormentaba atendido por una herramienta con forma de palanca. No habría nadie más en el
consultorio, solo nuestra incauta protagonista y su carnicero personal, sin
embargo, el procedimiento se complicó y nada salió como lo esperado.
Lú fue citada a las tres de la
tarde por la asistente de aquel hombre, una chica rubia de aproximadamente 20
años, seis menos que nuestra paciente. Cuatro mujeres más se encontraban en la
sala de espera para practicarse el mismo procedimiento. Entró la primera. Una
delgada pared blanca de triple separaba el asiento de Lú con la camilla del
consultorio, por lo tanto, las preguntas, los gritos, los sonidos de las
herramientas chocando contra la piel y los huesos de Manuela, la primera
paciente en entrar, eran inmediatamente percibidos por Lú. Así también fue con Priscila y
con Jacky, las otras dos mujeres en la sala de espera, sin embargo, al momento
de entrar Yadira, la cuarta mujer de la lista, hubo mucho hermetismo, un
silencio se apoderó del lugar, tanto así que la chica rubia de la recepción
tuvo que entrar al consultorio privado del doctor para averiguar que pasaba.
Lú estaba inquieta, pensó en llamar a su madre en ese momento, en decirle la locura que iba a cometer pero su miedo a recibir recriminaciones por sus actos la detuvo, sabía que tenía que salir de allí sin ningún problema adentro de su cuerpo que pudiese interferir en sus planes futuros.
Finalmente salió la cuarta mujer
con la chica de la recepción. La primera estaba atónita, con la mirada perdida y sobándose la herida evidente, tal como
las otras. La chica de la recepción la acompañó hasta la puerta, le entregó un
papel y le dijo que volviera en dos semanas. Fue entonces cuando Lú entró al
consultorio para toparse con instrumentos
quirúrgicos, una camilla maltrecha y el hombre de la bata blanca frente a ella,
era el momento de la verdad.
La mujer de 26 años se acostó en
la camilla. Mirando al techo tal como le había indicado el doctor de turno, pudo ver un abanico oxidado girando en sí mismo y una que otra mosca
posándose en el cielo raso. El hombre de la bata blanca se acercó, sonrió, y le
dijo “Sin anestesia ¿cierto?”, ella respondió afirmativamente con la cabeza,
cerró los ojos, abrió la boca en busca de aire y separó las piernas. Entre
tanto, el médico aprovechó el impulso de su paciente e introdujo la palanca.
Lagrima tras otra corrían por sus
mejillas, quiso gritar pero del dolor no pudo, abría los ojos y los cerraba para confirmar que la escena no cambiaba. Sabía lo doloroso que era parir un hijo
cuando tuvo a Mateo, su primogénito, pero nunca imagino que un taladro adentro
de su mandíbula partiéndole una muela del juicio en un consultorio barato y sin
anestesia podía ser mil veces más doloroso.
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